Alberto Sicilia
Autor del blog Principia Marsupia
e investigador en física teórica
Sicilia es autor también de la conocida carta al Rey Juan Carlos de España con motivo de su accidente cuando cazaba elefantes en Botsuana.
EL DESALOJO DE SOL Y LA MAYOR HUMILLACIÓN DE MI VIDA
Ayer caminé hacia la Puerta del Sol lleno de ilusión. Era mi primer 15M y, además, mi buen amigo Alberto Senante me había propuesto que le echase una mano con su retransmisión de las concentraciones para Periodismo Humano. Después de una tarde muy hermosa, acabé humillado por un inspector jefe del cuerpo de antidisturbios.
Antes de relataros mi experiencia, permitidme compartir dos reflexiones personales:
1) Creo que la policía es necesaria. Ojalá viviésemos en un mundo sin violencia. Pero, por ejemplo, cada año en nuestro país cientos de mujeres mueren asesinadas por sus maridos. Viajando por algunos países de África y Ámerica Latina comprendí lo terrible que es vivir en lugares donde no puedes salir a la calle tras la puesta de sol. Peor aún: allá donde las fuerzas de seguridad públicas no cumplen su función, las personas adineradas pagan su seguridad privada, mientras el resto de ciudadanos quedan indefensos ante la violencia.
2) En mi opinión, el gobierno debería sentirse muy satisfecho de que la desesperación generada por la crisis se canalice en un movimiento como el 15M, mayoritariamente pacífico. Basta recordar episodios pasados de sufrimiento social (cierre de astilleros en Galicia o de explotaciones mineras en Asturias) para comprender que cuando manda la desesperanza, la violencia estalla. En el pasado, los ingredientes habituales de una protesta eran las barricadas de neumáticos ardiendo y los cócteles molotov. El símbolo 15M son las tiendas de campaña.
Hacia las 4:50 de la mañana, mi amigo Senante y yo estábamos despidiéndonos. Todo en la plaza parecía tranquilo y habíamos decidido regresar a casa. Nos felicitamos por el trabajo hecho y por la suerte de haber conocido a Javier Bauluz, el premio Pulitzer de fotografía.
En apenas unos segundos, todo cambió. Unas 30 furgonetas de antidisturbios entraron en la plaza y comenzaron a desalojarla.
La delegación de gobierno había anunciado que la concentración sólo estaba autorizada hasta las 22h. Yo no comprendo demasiado esa decisión: ¿acaso no se permiten concentraciones nocturnas durante la Semana Santa o para celebrar títulos deportivos? Además, en la plaza no había ningún problema: la mayoría de los presentes estaban reunidos en asamblea, mientras otros recogían las basuras. El tráfico de autobuses y taxis circulaba con normalidad. Pero, en cualquier caso, la decisión policial de intervenir estaba dentro de lo establecido por la ley.
En cuestión de minutos, yo me encontré en la calle Carretas, donde había sido empujado junto a otras 50 personas. Los antidisturbios nos cerraban el retorno a la plaza y nos ordenaron seguir subiendo Carretas. No ocurrió ningún incidente violento -al menos que yo presenciase-. Cuando alcanzamos la mitad de la calle, comenzamos a preguntarnos: ¿pero hasta dónde nos van a llevar? Estábamos ya a más de 100 metros de la plaza, pero los antidisturbios que nos seguían gritaron que había que continuar caminando. La calle Carretas desemboca en la plaza Jacinto Benavente. Llegados a ese punto, estábamos convencidos de que los antidisturbios pararían. Pero, para nuestra sorpresa, otras dos calles (Bolsa y Cruz) ya estaban bloqueadas por coches patrulla.
Acabamos arrinconados en una acera de apenas metro y medio de anchura. La fotografía al comienzo de esta entrada retrata ese momento. Quien quisiese irse, era invitado a salir por la calle Atocha o bajar hacia Tirso de Molina.
Me acerqué al inspector jefe que comandaba el grupo y le expliqué que yo no pensaba moverme, y que iba tomar fotos para el reportaje de Senante. Acataría sus órdenes, pero no retrocedería un metro más alla de lo establecido. Tampoco entré en ninguna discusión con los polícias, pues comprendo que para ellos no debe ser nada agradable hacer su trabajo entre insultos y desprecios. Al fin y al cabo, cumplen órdenes del político de turno.
Mientras tomaba la tercera o cuarta foto, uno de los antidisturbios se aproximó a mí: “a ver tú, el calladito listillo, enseñame tu documentación”. Le dí mi pasaporte y mientras él lo revisaba, otro de los policías sacó una libreta y empezó a interrogarme. Constesté a sus preguntas y, al terminar, le pedí que me facilitase su número de identificación policial. Los polícias llevaban el número en el uniforme, pero sin gafas, yo no alcanzaba a leerlo. Entonces, el inspector jefe se acercó y dijo que ninguno de sus hombres me iba a facilitar su identificación. Le respondí que estaban obligados por ley. El inspector jefe replicó: “yo te doy el mío, pero ordeno a todos mis hombres que no lo hagan”. En efecto, los demás se negaron argumentando que obedecían órdenes directas.
Y, a partir de ese momento, comenzó la humillación. El inspector jefe sacó todo su repertorio: “¿tú eres mileurista o estás en paro? Pues prepara 2000 euros que te voy a meter un buen puro ¡Jajajaja!”. “¿Has venido con los perroflautas por el rollo ese de la solidaridad, ¿a que sí?”, “se te ve en la cara que no tienes ni puta idea de nada”, “¿prefieres que hablemos de fútbol?”, “mira que tú calladito ya parecías tonto, pero has abierto la boca y resulta que eres retrasado mental”. Me mantuve en silencio, tratando de grabar en mi memoria cada uno de sus piropos.
Después de trabajar 7 años como investigador fuera de España, regresé porque quería aportar mi granito de arena en construir una sociedad mejor. Sabía que no volvía al País de las Maravillas, pero creí que había cosas que ya no sucedían.
Mirando el asunto desde otra perspectiva, supongo que puedo considerarme afortunado: si hubiese nacido en Siria o en la España de hace 40 años, en vez de insultos, ese polícia me habría molido a palos.
Durante los cuarenta minutos que permanecí frente a la línea de antidisturbios, me sentí bastante calmado y no me resultó dificil guardar la compostura. Pero cuando llegué a casa y me tumbé en la cama, rompí a llorar.
Hay palos que hieren la carne. Otros, lastiman el alma.
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